Retrato del rey José I, de José Flaugier |
Al comenzar el siglo XIX, la dirección que llevaba España se
encontraba decididamente enfrentada con las fuerzas históricas. El rey don
Carlos IV había sido un hábil diplomático y administrador dentro del marco del
Antiguo Régimen europeo, mas la Caja de Pandora abierta por la Revolución
Francesa dio lugar a un escenario completamente distinto, que exigía una
energía y una determinación de las cuales lamentablemente carecía el monarca.
El gobierno quedó efectivamente en manos de su esposa, la reina doña María
Luisa, y su ministro, don Manuel Godoy y Álvarez de Faria. El rápido ascenso de
este último a las más altas posiciones de honor y su percibida falta de
habilidades fue seguramente lo que motivó el difundido rumor de que era, en realidad,
el amante de la reina. De hecho, sus políticas de conciliación con Francia
preservaron a España de los peores efectos de las guerras que azotaron Europa
Occidental durante más tiempo del habría podido desearse, pero también la enredaron
en los tristes episodios de Trafalgar (1805) y la invasión de Portugal (1807).
Peor aún: como consecuencia de esta última empresa, tropas francesas quedaron acantonadas
en las principales ciudades españolas. Un levantamiento popular forzó la salida
de Godoy y de don Carlos.
La evidencia de la crisis terminal del absolutismo en España,
precipitada por las conocidas intrigas del príncipe heredero don Fernando y el
descontento popular contra el ministro Godoy, despertó en el emperador francés,
Napoleón I, el proyecto de colocar a un pariente suyo en el trono peninsular, como
ya había hecho en Holanda y Nápoles. Incluso don Modesto Lafuente, confeso
admirador del corso, reconoce que este siguió “una marcha tortuosa e hipócrita,
indigna de su grandeza” para lograrlo: invitó a la familia real española a
reunirse con él en Bayona, bajo pretexto de mediación, y obtuvo, tanto de don
Carlos como de don Fernando, la renuncia de sus derechos al trono en favor de
sí mismo. Así, pudo entregar la corona a su hermano mayor José y convocar –en
la misma ciudad francesa– a una Asamblea de Notables de España con objeto de
validar un texto constitucional preparado de antemano. Este documento, aparte
de algunas concesiones al carácter de las Españas (por ejemplo, el
reconocimiento de la religión católica como única aceptada), establecía la
concepción revolucionaria de la sociedad en el centro de la institucionalidad
política española; conocido posteriormente como el Estatuto de Bayona, fue
promulgado el 8 de julio de 1808.
Pese a que el reinado de José I fue, por ponerlo suavemente,
poco afortunado, la noción de una monarquía constitucional ya había quedado afianzada
en el debate político español. Cuando en las Cortes de Cádiz, en 1812, se
preparaba el orden del reino para después de la derrota –aún lejana– del
usurpador, los constitucionalistas ya se habían arrogado el nombre de “liberales”
para expresar su actitud frente a las instituciones anteriores, designando a
los defensores de estas como “serviles”. Este quiebre se reflejó en un siglo de
luchas intestinas, culminando en la Guerra Civil.
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